domingo, 3 de octubre de 2010
Fallece el actor judío Tony Curtis
1/10/2010 Publicado en ABC
La estrella situada en una icónica acera de Los Ángeles, a la altura del número 6.800 en el bulevar Hollywood, se hizo ayer un poco más mítica con la muerte de su «dueño»: Bernard Schwartz, más conocido en todo el mundo como Tony Curtis. Un infarto mientras dormía en su casa de Las Vegas ha terminado a los 85 años con uno de los últimos supervivientes de una era legendaria en la industria del cine de EE.UU. dominada por grandes estudios, grandes películas y grandes actores. Hijo de inmigrantes judíos procedentes de Hungría, y con una infancia estilo Dickens pero en el Bronx, el legado artístico de Tony Curtis consiste en más de un centenar de películas.
Carrera cinematográfica iniciada en 1948 tras servir en la «Navy» hacia el final de la II Guerra Mundial y ganarse una beca para estudiar arte dramático con compañeros de clase como Walter Matthau y Rod Steiger. En su libro de memorias, titulado «Príncipe Americano», Tony Curtis declaró su incondicional devoción al cine: «Toda mi vida, tuve un sólo sueño, y ese sueño fue aparecer en las películas. Quizá fue porque tuve una infancia bastante dura, o quizá porque siempre fui un poco demasiado inseguro, pero ya de niño deseaba verme con tres metros de altura en la gran pantalla».
Su carrera, en la que empezó compitiendo con Rock Hudson, despegó de forma fulgurante, escalando en pocos años hasta la cima con una apreciada mezcla de atractivo personal y picardía callejera. Dosis de belleza inquietante con ojos azules y un fuerte acento neoyorquino que hicieron estragos. Hasta su pelo escultural llegó a inspirar la estética de Elvis Presley. Sin olvidar uno de los primeros momentos «homoeróticos» de Hollywood dando un baño a Laurence Olivier en «Espartaco».
Incluso al conocerse ayer la noticia de su muerte, los críticos no han dejado de señalar el hecho de que su filmografía de fue de calidad irregular. Hasta el punto de haber ganado una sola nominación a los Oscars en 1958 por la película de Stanley Kramer «The Defiant Ones», en la que interpretaba el papel de un racista criminal blanco que se fuga de prisión encadenado a un hombre negro, Sidney Poitier.
A pesar de la cicatería de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos, no partidaria de premiar al entretenimiento con sonrisa, Curtis mantuvo siempre una enorme popularidad. Reputación ganada a través de papeles cómicos inolvidables como la pareja de músicos forzosamente travestidos que interpretó junto a Jack Lemmon en «Con faldas y a lo loco», la trepidante comedia dirigida por Billy Wilder con la insinuante guinda de Marilyn Monroe; película a la que el Instituto Americano del Cine ha llegado a calificar como la más divertida de la historia. Entre cuyos méritos figura las múltiples facetas del personaje de Curtis, desdoblado hasta el punto de permitirse el lujo de parodiar a su ídolo Cary Grant. Hace ocho años, el actor incluso se embarcó en una gira con la versión teatral de esa comedia pero asumiendo el papel del millonario Osgood Fielding con el privilegio de decir las famosas últimas palabras del guión: «Nadie es perfecto».
A pesar de todos sus éxitos, durante toda su intensa carrera en Hollywood Tony Curtis siempre pensó que no se le tomaba en serio y que se le negaba de forma sistemática el debido reconocimiento entre sus compañeros de industria. Se puede decir que sus frustraciones y un evidente superávit de intensidad vital quedaron reflejados en una ruinosa odisea de adicciones a las drogas y el alcohol, además de seis matrimonios. El primero con la actriz Janet Leight del que nació Jamie Lee Curtis. Tras superar años de distanciamiento, la actriz hizo balance ayer: «Mi padre deja un legado de grandes actuaciones en películas, junto a sus cuadros y obras de arte. Deja hijos y sus respectivas familias que le amaban y respetaban, además de una esposa y parientes que estaban dedicados a él. También deja admiradores en todo el mundo».
En la última fase de su vida, se había reinventado de forma terapéutica como cotizado artista plástico, llegando a vender lienzos a 15.000 euros. Aunque siempre pensó que el Séptimo Arte le había dado el privilegio de ser una especie de aristócrata con posibilidad de conseguir «las mejores mesas en restaurantes, hermosos coches para conducir y el amor de montones de personas». Según le gustaba bromear, «la única de todas mis co-protagonistas con la que no tuve una relación fue Jack Lemmon».
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